martes, 17 de septiembre de 2013

Ignis Naturam Renovatur Integram


Era una citadina tarde de aguacero,  como muchas otras, en la que  solía liberarme a las calles de la capital  con el fin de intentar apaciguar mi atormentada mente. ¿Qué clase de sufrimiento podría tener? Era un tipo común y corriente, el típico empleado público con un trabajo burocrático que no odiaba, pero tampoco estimaba y que me daba sustento para llevar una vida lo que se dice “modesta” alquilando un apartamento en uno de los destartalados edificios del centro de la ciudad, en dónde vivía solo. ¡Eso era!, la soledad, la que había borrado lentamente mi alma hasta dejarme totalmente desposeído de una, esa era la raíz de mi mal.  Las caminatas bajo la lluvia me tranquilizaban, me agradaba ver las gotas deslizarse por las grises y barrocas paredes de los viejos edificios, puede que suene patético, pero eso me hacía sentir nostálgico. Otro de los disfrutes de un desalmado cómo yo, era el sentarse a observar el paso de las personas por la avenida,  algunas veces me causaba gracia observarlos sumidos en sus pequeños mundos, otras y debo decir que la mayoría, ansiaba sus insignificantes problemas, porque en el conflicto esta la sazón de la vida, la cual desde hace mucho carecía.

Aquella tarde me dirigí a la pequeña soda desde donde solía pensar todas esas cosas. Encantador lugar, parecía haberse quedado estacionado en el tiempo, con oscuras paredes de madera, sus mesas de metal con plástico y sus cuadros del Corazón de Jesús y la Última Cena. Iba a proceder a realizar mi habitual orden a la robusta  dueña del local, cuando de repente algo cautivó mi atención, una hermosa cabellera roja, peinada delicadamente como los pétalos de una rosa, parecía capturar y reflejar  los últimos rayos vespertinos que se habían infiltrado en aquel lugar.  La cabellera se volteó para dejar asomar un fino rostro de porcelana adornado por dos pupilas azules, ¡aquella mujer parecía ahora brillar con un halo de luz propia! En aquel momento ese encendido cabello prendió la vela de mi corazón y sentí un fuego recorrer repentinamente por todo mi cuerpo ¿Acaso era eso estar vivo? Ese conjunto de emociones se transformaron en un deseo, ella tenía mi alma, tenía que poseerla. Desde ese momento mi vida se transformo en una espiral de dolor, muchas tardes me senté a mirar a Madeleine, que así supuse que se llamaba. ¿Hablarle?, ¡jamás! esa era una habilidad que los desalmados como yo, hace largo tiempo habíamos perdido. Cuánto más la veía más vivo me volvía a sentir, pero mayor era mi frustración. Hasta que de repente  un pensamiento que había intentado suprimir brotó en la forma de una visión onírica, era una oscura voz que recitaba una extraña frase gnóstica que decía más o menos así:

Ignis naturam renovatur integram

Comprendí entonces que  ya no había marcha atrás, debía cazarla para recuperar mi espíritu.

Era otra citadina tarde de aguacero, me había alistado durante semanas ¿meses quizá? poco importa, de la manera más maliciosa, para llevar acabo mi cometido. Aquella tarde la seguí como tantas veces, pero en esta ocasión sentí el pánico que emanaba, esto lejos de refrenarme, extrañamente me impulsó a finiquitar mi misión. Su miedo me hizo conducirla por calles que ninguno de los dos había cruzado jamás hasta  que  en un instante la tuve apretujada contra mi, su trémulo aliento acariciaba mi garganta, ¡cuánto lo disfrute! Usando  oscuras prácticas la sumí en un estado de inconsciencia. ¡Era mía! Recorrí  todo su cuerpo, en especial ese hermoso y maldito cabello color de fuego,  causante de todo este laberinto, lo sostuve bajo a mi rostro y sentí la curiosidad de olerlo, destilaba un aroma similar a los azahares  de esas florecillas de campo, me encontraba disfrutando de aquel aroma  hasta que lentamente todo alrededor empezó a perder su forma, de repente perdí totalmente la visión, un aura de luces multicolores apareció  de forma súbita frente a mi. Sus formas se alargaban y estiraban extrañamente. Luego escuché extraños cánticos  y observé flores que se abrían y marchitaban en cuestión de segundos, nubes atómicas se extendían por doquier y una multitud de ángeles y demonios me acosaban. Madeleine apareció entre todos ellos, vestida en una túnica de seda. Se acercó levitando hacia mí y observé cómo la túnica se empezaba a teñir de sangre. Introdujo la mano en su pecho izquierdo y besándome en la frente me ofreció su corazón encendido en llamas, con su dulce voz me dijo:

He aquí, que yo hago cosas nuevas.”


Un haz de luz me encegueció y lloré, lloré como un recién nacido que despierta a un nuevo mundo.  De pronto me encontré en mi dormitorio, Madeleine estaba dormida junto a mí, nuestro lecho era lentamente abrasado por las llamas. ¿Acaso era eso estar vivo? 

Credito de Arte Fotográfico: 
José G. Arguello González

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