Era una citadina tarde de
aguacero, como muchas otras, en la
que solía liberarme a las calles de la
capital con el fin de intentar apaciguar
mi atormentada mente. ¿Qué clase de sufrimiento podría tener? Era un tipo común
y corriente, el típico empleado público con un trabajo burocrático que no
odiaba, pero tampoco estimaba y que me daba sustento para llevar una vida lo
que se dice “modesta” alquilando un apartamento en uno de los destartalados
edificios del centro de la ciudad, en dónde vivía solo. ¡Eso era!, la soledad,
la que había borrado lentamente mi alma hasta dejarme totalmente desposeído de
una, esa era la raíz de mi mal. Las
caminatas bajo la lluvia me tranquilizaban, me agradaba ver las gotas
deslizarse por las grises y barrocas paredes de los viejos edificios, puede que
suene patético, pero eso me hacía sentir nostálgico. Otro de los disfrutes de
un desalmado cómo yo, era el sentarse a observar el paso de las personas por la
avenida, algunas veces me causaba gracia
observarlos sumidos en sus pequeños mundos, otras y debo decir que la mayoría, ansiaba
sus insignificantes problemas, porque en el conflicto esta la sazón de la vida,
la cual desde hace mucho carecía.
Aquella tarde me dirigí a la pequeña
soda desde donde solía pensar todas esas cosas. Encantador lugar, parecía
haberse quedado estacionado en el tiempo, con oscuras paredes de madera, sus
mesas de metal con plástico y sus cuadros del Corazón de Jesús y la Última
Cena. Iba a proceder a realizar mi habitual orden a la robusta dueña del local, cuando de repente algo cautivó
mi atención, una hermosa cabellera roja, peinada delicadamente como los pétalos
de una rosa, parecía capturar y reflejar los últimos rayos vespertinos que se habían
infiltrado en aquel lugar. La cabellera
se volteó para dejar asomar un fino rostro de porcelana adornado por dos
pupilas azules, ¡aquella mujer parecía ahora brillar con un halo de luz propia!
En aquel momento ese encendido cabello prendió la vela de mi corazón y sentí un
fuego recorrer repentinamente por todo mi cuerpo ¿Acaso era eso estar vivo? Ese
conjunto de emociones se transformaron en un deseo, ella tenía mi alma, tenía
que poseerla. Desde ese momento mi vida se transformo en una espiral de dolor,
muchas tardes me senté a mirar a Madeleine, que así supuse que se llamaba.
¿Hablarle?, ¡jamás! esa era una habilidad que los desalmados como yo, hace
largo tiempo habíamos perdido. Cuánto más la veía más vivo me volvía a sentir,
pero mayor era mi frustración. Hasta que de repente un pensamiento que había intentado suprimir
brotó en la forma de una visión onírica, era una oscura voz que recitaba una
extraña frase gnóstica que decía más o menos así:
“Ignis
naturam renovatur integram”
Comprendí entonces que
ya no había marcha atrás, debía cazarla para recuperar mi espíritu.
Era otra citadina tarde de aguacero,
me había alistado durante semanas ¿meses quizá? poco importa, de la manera más
maliciosa, para llevar acabo mi cometido. Aquella tarde la seguí como tantas
veces, pero en esta ocasión sentí el pánico que emanaba, esto lejos de refrenarme,
extrañamente me impulsó a finiquitar mi misión. Su miedo me hizo conducirla por
calles que ninguno de los dos había cruzado jamás hasta que en
un instante la tuve apretujada contra mi, su trémulo aliento acariciaba mi
garganta, ¡cuánto lo disfrute! Usando oscuras
prácticas la sumí en un estado de inconsciencia. ¡Era mía! Recorrí todo su cuerpo, en especial ese hermoso y
maldito cabello color de fuego, causante
de todo este laberinto, lo sostuve bajo a mi rostro y sentí la curiosidad de
olerlo, destilaba un aroma similar a los azahares de esas florecillas de campo, me encontraba
disfrutando de aquel aroma hasta que
lentamente todo alrededor empezó a perder su forma, de repente perdí totalmente
la visión, un aura de luces multicolores apareció de forma súbita frente a mi. Sus formas se
alargaban y estiraban extrañamente. Luego escuché extraños cánticos y observé flores que se abrían y marchitaban
en cuestión de segundos, nubes atómicas se extendían por doquier y una multitud
de ángeles y demonios me acosaban. Madeleine apareció entre todos ellos,
vestida en una túnica de seda. Se acercó levitando hacia mí y observé cómo la
túnica se empezaba a teñir de sangre. Introdujo la mano en su pecho izquierdo y
besándome en la frente me ofreció su corazón encendido en llamas, con su dulce
voz me dijo:
“He aquí, que yo hago cosas nuevas.”
Un haz de luz me encegueció y lloré, lloré como un recién nacido que
despierta a un nuevo mundo. De pronto me
encontré en mi dormitorio, Madeleine estaba dormida junto a mí, nuestro lecho
era lentamente abrasado por las llamas. ¿Acaso era eso estar vivo?
Credito de Arte Fotográfico:
José G. Arguello González
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