Por Chriss Ludilostrav
“En quince minutos, cariño” fue lo que, en forma de susurro, con voz afable y alentadora, llegó a los tiernos oídos del incauto y despreocupado niño que, precedido por un dulce beso en la frente, despedía en su puerta a la amada figura materna, que con paso lánguido e inaudible se perdía entre las sombras envolventes de la calle, se perdía entre la noche quieta, impávida y silenciosa, sin siquiera haber vuelto a ver hacía atrás.
“En quince minutos, cariño” fue lo que, en forma de susurro, con voz afable y alentadora, llegó a los tiernos oídos del incauto y despreocupado niño que, precedido por un dulce beso en la frente, despedía en su puerta a la amada figura materna, que con paso lánguido e inaudible se perdía entre las sombras envolventes de la calle, se perdía entre la noche quieta, impávida y silenciosa, sin siquiera haber vuelto a ver hacía atrás.
“Asegura la puerta” fue lo que le pareció
escuchar cuando una lámpara de gas se encendía, avisando que ya del día no
quedaba sino un recuerdo, una luz débil que con timidez se filtraba aún por
entre las cortinas. Había partido a atender algún asunto del cual un niño poco
entendía y, por supuesto, poco interesaba.
La puerta se cierra en medio de un
doloroso y oxidado chillido, casi un quejido atormentado, que atravesaba la
sala e irrumpía en los nervios del chiquillo, quien, ahora desatendido y
confiado a la noche por su madre, recién se percataba de su soledad, la cual comenzaba
a parecer planeada, siniestra incluso, que atacaba la volátil y pueril
imaginación con algunas varias ideas que estimulaban un temor irracional, que
surgían de una fuente imposible de rastrear.
Buscar una distracción, parecía ser ahora
la solución indicada para enfrentar esos quince minutos de abandono que, muy
probablemente se tornarían en una hora. Pero en aquel acogedor hogar, ahora un
desolado refugio, muy apartado de la realidad, no parecía haber siquiera un
despojo de una vieja complacencia. Ni juguetes ni libros representaban ahora un
deleite capaz de apresurar el reloj, de hechizar las agujas y obligarlas a
correr, tal y como siempre lo hacían cuando entre juegos y risueñas maravillas
se esparcía el chico.
Ante tal angustiosa situación, la razón
perece frente a las multiformes sombras que se agitan en la oscuridad, las
piernas flaquean, bailan conforme al ritmo de los sonidos extraños que la noche
trae consigo, la cordura vacila, se acobarda cuando la mente se atreve a soñar,
soñar ahora con el mar inquieto y turbio de ideas y pensamientos que estremecen
la realidad, trastocan la percepción, y dibujan el miedo en su forma más clara
y concreta, cómo sólo él lo conoce, como sólo usted o yo lo conocemos.
-
Me han dejado solo – dijo el chico
con tono débil y dudoso, casi parecía una pregunta dirigida a su presente
situación.
-
Te han dejado solo – devolvió
una sombra en un eco, afirmando lo que el chiquillo se negaba aún a aceptar.
-
Pero en el día estuve sólo
también – dijo con menor fuerza aún, llenando cada sílaba con inseguridad,
quebrando el mensaje que intentaba expresar.
-
Pero ahora es de noche –
interrumpió el viento antes de que pudiera siquiera terminar.
¿Quién comprende el terror infante? La
maravillosa idea de estremecer la consciencia que una mañana
despertó la malintencionada malicia de adulto que dictó “ya es edad para comenzar a temer”. ¿Quién podría siquiera presumir de poder esbozar un mapa que pretenda, al menos, interpretar un horror disparatado, casi absurdo, que puede ser provocado por una infinita cantidad de estímulos inocentes? Todos conocemos el asombroso espanto de un niño, una mágica cobardía que transforma una sombra endeble, una muñeca estropeada o un animal insignificante en un delirio de pesadilla. “Temor de niño” etiqueto sabiendo que cometo un error, pues muchos de esos asombros no se despegan de nuestra mente hasta el último de nuestros días. Nos acompañan a través de la vida, guardando nuestras inquietudes con recelo, susurrándonos al oído el ingrato mensaje de “ya puedes comenzar a temer”.
despertó la malintencionada malicia de adulto que dictó “ya es edad para comenzar a temer”. ¿Quién podría siquiera presumir de poder esbozar un mapa que pretenda, al menos, interpretar un horror disparatado, casi absurdo, que puede ser provocado por una infinita cantidad de estímulos inocentes? Todos conocemos el asombroso espanto de un niño, una mágica cobardía que transforma una sombra endeble, una muñeca estropeada o un animal insignificante en un delirio de pesadilla. “Temor de niño” etiqueto sabiendo que cometo un error, pues muchos de esos asombros no se despegan de nuestra mente hasta el último de nuestros días. Nos acompañan a través de la vida, guardando nuestras inquietudes con recelo, susurrándonos al oído el ingrato mensaje de “ya puedes comenzar a temer”.
Pues allí, sólo, abandonado a merced de un
demonio, inicia el preámbulo de la tragedia que todos hemos venido a
presenciar. La madera del suelo cruje, pero no por sí sola, son pisadas,
pesadas y sordas que se aproximan a su ubicación. Y en un segundo, la
inescrupulosa imaginación ya ha trazado un perfil completo del invasor: ojos
que exhiben una ira implacable, tan similar a la paterna; dedos tan largos como
las pavorosas garras de Anansi1; y una lengua tan odiosa como el
siseo pernicioso de la serpiente.
El único fuego que iluminaba la habitación
se apaga, no fue el viento, por supuesto que no. La misma llama ha optado por
huir, extinguirse así misma, y dejar en su lugar un delgado hilo de humo que se
mece en el aire en formas espectrales, dejando oscuridad y nada más. Ahora
aquella quimera que sólo un loco sería capaz de imaginar, podría estar
respirándole en la cara, y no habría forma de notarlo con la vista enceguecida.
Finalmente, la puerta recién cerrada es
forzada, golpeada, empujada. Alguien urgido a entrar sin permiso insiste en
hacerse paso a través del umbral que determinaría el futuro del pobre
chiquillo.
El cuerpo ya ha cedido al miedo cerval que
comenzó como un castigo autoimpuesto, y mucho tiempo antes ya lo había hecho el
cerebro. Un sudor profuso que inicia en su lúcida frente y termina deslizándose
a través de su piel hasta sus ojos, quemando sus jóvenes pupilas. Cada músculo
de su cuerpo, contrayéndose sin control alguno, padeciendo un ataque de
electricidad que atraviesa hasta la última fibra de su ser. Un frío glacial que
recorre toda su espalda, y termina derribándolo contra el suelo. Sólo allí,
sosteniéndose las rodillas, meciéndose al borde de la locura, sintiendo un
corazón que azota su pecho con latidos severos, inexorables.
¿Cuanto tiempo permanecí allí en ese
lamentable estado? Quién sabe. Es difícil de calcular cuando no queda un solo
sector del cerebro cuerdo. Probablemente fueron quince minutos, pero yo podría
haber contado meses, meses largos de riguroso encierro, ahí cautivo dentro de
una jaula de pavor déspota y encarnizado. Sin duda es difícil recordar cuando
te apalean con agua fría todas las mañanas, y te esposan con esta horrible
camisa blanca que te inutiliza los brazos. Por supuesto que me encantaría
recordar que sucedió luego, talvez así me dejen salir algún día de esta celda
acolchonada, pero cada vez que un atisbo de aparente razón me asalta mientras
duermo, lo que veo me conmociona tanto, que prefiero no seguir recordando.
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1Anansi es un dios menor de África occidental que es representado
como mitad hombre y mitad araña, en ocasiones como una araña gigantesca. Se le
describe como un dios embustero y engañoso
N. del A. “In
loco parentis” es una frase latina que podría traducirse al castellano como “En
lugar de los padres”, más utilizada en materia legal, que representa que
alguien distinto de los padres legales del menor, va a asumir una serie de
responsabilidades para con este.
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